Entré de un portazo. Noté como la bola de fuego que sentía por dentro crecía y crecía, y por no quedarse ahí ascendía. Me sentía incomoda con todo lo que tenía alrededor, me dolían los pies de los zapatos. Me los quité y los tiré a un lado. El pelo se me había rizado a causa de la lluvia y lo sentía como un estropajo que magullaba mis mejillas encendidas. Me quité el abrigo y lo dejé en el suelo. A dos zancadas alcancé mi habitación. Ahora, el suave aroma a vainilla me parecía soso e inútil. Abrí la ventana. No pude más, como una cría empecé a aporrear los cojines que tenía en la cama mientras le gritaba a la almohada. Entonces me encontré con tus cartas, escondidas como siempre debajo del colchón, que se había movido de los saltos que había pegado. Las cogí, no pude evitar reírme sarcásticamente. ¿Cómo pude creer todas tus mentiras? Me reí de la antigua yo, tan inocente. Me eché de menos. Ese monstruo me había cambiado. Cogí el mechero y prendí fuego a las cartas. Observé como las llamas lamían el papel, consumiéndolo y convirtiéndolo en cenizas. Me encendí un cigarro y observé como también se consumía a causa del fuego.
-¿Esto era lo que querías?-pregunté al cielo sin esperar respuesta.-¿Qué me consumiese lentamente?
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